viernes, 7 de marzo de 2008

"Un nuevo conocimiento" por Augusto Trombetta

Un nuevo conocimiento
por Augusto M. Trombetta

Es probable que un lector interesado en conocer experiencias pedagógicas ajenas busque relatos de intervenciones exitosas. Este relato es el relato de un fracaso…

Hacia el final de los años 90, una compañera de trabajo me invitó a participar en un curso de lengua para estudiantes extranjeros. Se trataba de un curso intensivo, de un mes de duración, que se desarrollaría durante las vacaciones de invierno. El curso formaba parte del (por entonces nada) típico programa de «inmersión» cultural organizado por una universidad privada porteña para captar recursos provenientes de estudiantes de universidades norteamericanas. Acepté el ofrecimiento considerando que sería una manera de tratar con grupos humanos diferentes de los que conocía gracias a mi actuación como docente de la UBA.

Comencé a trabajar aplicando el consabido test de nivel, dirigido a formar grupos homogéneos de estudiantes, y me asignaron uno de los cursos intermedios. El grueso del grupo estaba formado por estudiantes norteamericanos, tanto varones como mujeres, y a estos se añadían una estudiante inglesa, una japonesa y dos brasileñas. En términos generales, los miembros del curso participaban activamente y sus intervenciones eran ordenadas y claras. Las clases, organizadas a partir de ejercicios y discusiones, con materiales tomados tanto de la prensa gráfica como de la música y la literatura, se desarrollaban de manera normal.

Mi coordinadora, antes de comenzar el curso, me señaló que era normal que se organizaran «juegos» como parte de las clases. Mi curiosidad no se hizo esperar: «¿Cómo es eso de que un grupo de estudiantes universitarios juegue en clase?», le pregunté. Me dio algunos ejemplos ilustrativos… y yo le dije que prefería no entrar en esas variantes por considerarlas infantiles, que trabajaría más cómodo proponiendo actividades expositivas, reflexivas y argumentativas. «Bueno, trabajá como te parezca, pero te lo van a pedir», me advirtió. Dicho y hecho.

Ya había pasado más de medio mes de clases y el curso progresaba según las pautas dadas: ejercicios escritos, audiciones de música argentina, comentarios de textos, etcétera. Yo interpretaba que todo estaba bajo control. Una mañana, entrando en la última semana de clases, una estudiante norteamericana pidió permiso para hablar y planteó directamente: «¿No podemos jugar?». Entendí que su pregunta era una demanda del grupo. Algo sorprendido, le dije que sí, que no había ningún problema: «Propongan el juego». Dedicamos buena parte de esa mañana a jugar a una mezcla entre «el ahorcado» y «dígalo con mímica». (En pocas palabras, el trabajo desarrollado tenía que ver con el uso del diccionario.)

Al término de la clase, como nunca hubo hostilidad en el planteo sino una simple demanda de dirigir las actividades, me tomé la libertad de preguntarles si les había servido de algo el trabajo hecho en clase. «Sí», me dijeron, «aprendimos todas estas palabras», y me mostraban el listado de palabras surgidas del juego. En un punto, la respuesta me sorprendió, ya que no terminaba de comprender esa equivalencia entre la clase de lengua y la incorporación de vocabulario. Obviamente, me disgusté conmigo mismo por no haber advertido que las estrategias que había estado aplicando eran, por decir lo menos, incorrectas: de hecho, todo el contenido del cuaderno de notas estaba formado por listados de palabras.

El último día del curso salimos a almorzar todos juntos y nos despedimos. Los estudiantes me agradecieron, y yo a ellos. Terminaba mi mes de trabajo con un nuevo conocimiento: logré comprender entonces que el límite al trabajo docente muchas veces deriva de los preconceptos, implícitos y explícitos, sobre lo que se puede o se debe esperar del otro.

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